Clareaba. Los rayos de Sol iban rasgando tímidos el cielo de aquella mañana de enero. Inspiré profundamente. Las sábanas que me arropaban aún olían al detergente barato que solía comprar en el supermercado al lado mismo de casa, y el vaho que entelaba las ventanas iba desapareciendo poco a poco, como los minutos que se marcaban en el reloj encima de la mesita de noche. Dejé ir el aire contenido de manera pausada, liberando el sueño que me mantenía presa dentro de la cama, mientras me hacía un moño desenfadado para dar los primeros pasos del día. Al cabo de un rato, después de quitarme los últimos resquicios de pereza matutina, el café ya estaba humeando en el mármol, haciendo siluetas sinuosas que se desvanecían en el momento que lanzaba un soplido para que se enfriara la bebida, a la vez que ojeaba las páginas de un diario viejo que había sacado de vete saber dónde. La tranquilidad en la que me bañaba la luz que entraba por el cristal hacía que las letras que se iban sucediendo delante de mis ojos no lograban una lectura hecha con atención, así que me limitaba a navegar en un mar en blanco y negro, surcando entre las tonalidades grises de las fotografías. Y me sonreía a mi misma al pensar que qué bien se estaba sola, en aquel piso entre tantos otros, diluida en la multitud de la urbe. Había conseguido aclimatar el piso sabiendo que lo más difícil era dejar en el perchero la prisa, el mal humor, la desgana, el miedo, la rutina; todos allí, colgando y esperando, sin conseguirlo, caer al suelo para desparramarse e impregnar mi espacio de aquello que la mayoría de personas las había carcomido.
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