Hoy, hijo, quiero enseñarte algo. Es un tema complicado e intentaré no andarme por las ramas, pero sé que lo entenderás:
La vida es un continuo devenir, sin leyes que la dicten ni manual de interpretación posible. Existen innumerables problemas a los que debemos enfrentarnos y sus decisiones dirigen nuestros pasos por un cualquier camino. La vida es tiempo y, como tal, es limitada: naces, creces, te reproduces y mueres… Pues no, no es solo eso. La vida es compleja, es curiosa, indefinida, infiel… es mucho más que eso, pero es inevitable el desearla.
Y como cualquier embrollo, no es ni mucho menos innata; se aprende con tiempo, dedicación, experiencia y consejos. Y cuando crees haber comprendido su esencia, te golpea con su indiferencia, noqueándote hacia el comienzo de la nada; y entonces surge la multiplicidad, convirtiéndonos en pequeños mamelucos de hojalata. Debes elegir: asimilarlo o perder el control. Aquí parece obvio, pero allí, en la cruda realidad, es todo mucho más ambiguo, más complicado.
Es exactamente como en el amor, cuanto más desorden más nos atrae y apasiona; y qué pretendemos encontrar en el azar sino caos y manías. Que bobada el pronunciarlo.
Sin embargo, no andaba por ahí. Lo que vengo a enseñarte no es, ni mucho menos, tan vago como la vida, te servirá de algo:
Un paso de cebra, un semáforo en rojo y tú, nada más. Pues venga, cruza. Surca sin sorpresa un mar turbio, cuyo puente se muestra por la superficie en aparentes intervalos armónicos. Y he de advertirte que nadie, ni fuera ni dentro, ideará más allá de la locura, y se molestarán en que te enteres, alto y claro: “¡Loco!”. Incomprensión tal vez. ¿Te atreves? Cierra los ojos, da un primer paso y lánzate al vacío, sin esperar poco a cambio. Ya está, ahora es el momento, nada importa ya el futuro ni el pasado; y por ello, todo vale. Avanza, retrocede, retrocede, avanza, retrocede, avanza, retrocede, retrocede… No vas a llegar rápido, sé sensato, es tu vida la que está en juego. Pero eso sí, serás tunante por definición. Pues es el momento de intuir que riesgo no implica imprudencia, y solo los necios piensan así. Titiriteros de vuestra obra particular, de narices picudas, bocas grandes y manos largas… ¡Que trago me hacéis pasar!
Y tras un improvisado final, cruzas hacia el otro lado de la isleta: vivo, sin ataduras, cultivado y siempre el primero. Paso, paso, salto y magnifica recepción. El público se levanta, el jurado deja de ser jurado y el enemigo se detiene; han caído rendido a tus pies. Ahora, todos se atreven a cruzar, pues es el fallo quien se convierte en virtud, la mentira en verdad y el miedo en valor… pero claro, siempre antes cruzaste tú.
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