El crepúsculo entraba a la habitación del joven en forma de purpúreos
rayos. Los cortinajes estampados con los linajes de los ancestros brillaban más
con esas últimas migajas de luz.
El chico estaba postrado en el lecho, su frente escupía
sudores fríos y sus ojos libraran una agonizante lucha por seguir mirando la
faz de esa bella sirvienta. Los ojos de uno no querían cerrarse mientras que
los de otro intentaban contener las lágrimas.
-Presta atención a estas palabras Omeya, ya no sé cuantas
más me quedan-vaticinó el chico.-En el arcón de madera hay una pócima envasada
en una vasija de cristal, si os place, traérmela.
La chica quedó
sentada durante unos segundos con la mirada pérdida, como si las palabras de
aquel enfermo joven no fueran destinadas a entrar por sus simétricos y ovalados
pabellones. Finalmente, Omeya se
incorporó y con pasos nerviosamente desacompasados, fue hasta el viejo arcón de
madera. Sus manos eran semblantes a dos
amapolas, bellas pero delicadas, cuando empezaron a abrir ese baúl, sus largos
dedos contrastaban con aquella madera tosca y desgastada.
El sol se escondió entre las frondosas montañas y el ocaso
impregno las nubes con su tinte de sangre, vaticinando un camino a punto de
concluir.
-Mi señor, no se beba ese jugo-Suplicaba la bella y morena
Omeya acariciando la cara del joven príncipe.- Yo podría conseguir dos caballos
y un carruaje y llevaros hacia las tierras de más allá de las montañas, mis
gentes tienes medici -¡No!-corto el chico.-Ya no hay tiempo, solo me quedan
fuerzas para entregarte mi amor con estas palabras. Los dioses me maldijeron
con la sangre azul por mis venas y los hombres me negaron el privilegio de amar
a quien yo quería. Pero, mi querida Omeya, hay otras fuerzas que van más allá
de las leyes que rigen a los hombres, y esas fuerzas me están reclamando y ya
no hay nada que podamos hacer, solo querernos. Tus ojos pardos serán mi luz
cuando ya me haya llegado la oscuridad-El joven príncipe padecía de peste, y
cuanto más hablaba, la tos más la quería hacer callar. Pero el príncipe guardó
todo su valor para combatir ese padecimiento aun cuando de su tos expulsaba a
borbotones su sangre azul, que, llegados a este punto era más roja que nunca. Y
bebió esa pócima. El velo negro de la muerte estaba surcando la gélida
habitación y las nubes que el ocaso había teñido de rojo se estaban apagando, ya
no había ni luz ni calor que las alimentara. El joven inspiro profundamente
mientras la miraba y su mano apretó a la suya intentándole mostrar su más puro
amor con una opresión cargada de pasión. Y exhaló. –Omeya-. Y sus pupilas no
volvieron a moverse, se quedaron mirando pétrea y perpetuamente a las dos galaxias
que la bella sirvienta tenía. Esas dos galaxias se cerraron para llorar y su
rostro se posó con el rostro del joven príncipe, su piel morena se manchó del
rojo de su amor. Ella no pudo decir el nombre del muchacho, se lo reservó para
ella y solo lo recordaba en sus pensamientos, esperando que, algún día, al
final, la muerte los juntara en un camino eterno donde ella pudiera volver a
abrir esos labios para pronunciar el nombre
de su príncipe.
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