Echada sobre una calamidad de blusa vieja y dos cajas de pollo húmedas, ornamentos todos predispuestos por su dueña a guisa de tálamo nupcial o repositorio amoroso semi improvisado (léase motel), Pola pensaba:
– «Tengo que encontrarlo… Tengo que morderlo a como dé lugar…; no hay manera de que este hueón se me escape» (Pola vivía en Chile, en consecuencia solía pensar -y ladrara a veces- con garabatos y términos chilenos, naturalmente-
Curtida en todo tipo de lances amoroso-reproductivos, a pesar de su corta edad, aventuraba Pola al momento de la acción con insólitas poses de naturaleza oral que, antes de asustar, gustaban y encantaban a sus múltiples amantes. La consabida y justa fama de la cual gozaba la situaban, claro está, un peldaño por sobre las demás perras del barrio, las cuales, cómo no, la envidiaban -y admiraban- en secreto.
-«Te encontraré, intruso de mierda… Tendrás que volver por acá algún día, hijo de las mil gatas, tarde o temprano… Infame destructor de hogares» -Meditaba juramentándose Pola casi viendo al ‘intruso’ parado ahí fuera de la reja a la entrada de su casa, como imaginándolo nuevamente tomado de la mano con su dueña y besándola, despidiéndose ambos entre ridículos y tiernos requiebros amorosos, juramentos infantiles de amor eterno, caricias varias, mordiscos leves en el cuello, susurros, abrazos, risas nerviosas, besos…
Los celos que un perro siente por su amo son iguales a los de cualquiera, y quizá más intensos aún al nacer y fortalecerse en un vínculo hondo que supera la mera atracción física (a diferencia del amor entre personas). Razones de sobra tenía Pola para sentirlos, expresarlos y tratar a su vez de tomar acciones para paliar los efectos nocivos que le generaba involuntariamente el amor del «intruso» por K. Bea, su señora y ama. Era una afrenta brutal, venir y pararse ahí, frente a sus ojillos de perra pequeña y peluda y consentida, y con impunidad atreverse a tocarla, a besarla y hacerle cariño, a reir y soñar con ella, con su dueña amorosa y dulce, con su amiga, su compañera de cama por las noches, su cómplice, en fin: todo lo que le pudiera molestar a un perro se condensaba en la figura del ‘intruso’ aquel, pero para Pola, todo eso se veía multiplicado por 100 en los ojos, los gestos, el pelo largo y castaño del intruso, en sus manos grandes y su cara de niño bueno, su aire medio lambiscón… Y en todas esas maromas de saltimbanquí enamorado que ni se molestaba en ocultar, el muy infame…
La situación se hacía insostenible. Fue entonces cuando en un arranque de desesperación y, haciendo gala del característico encanto por el cual era conocida, ladró una tarde al montón de perros que en masa llegaban a verla a ella por la reja, babeando los muy desesperados:
-Amigos míos -ladró en tono formal la perrilla y con un castellano-canino más bien antiguo que siempre empleaba para situaciones así- dolor y afrenta me cubren. Ah, mi dulce y bella ama, a la cual todos vosotros conocéis por en nombre de K. Bea, atraviesa hoy por momentos tortuosos. Un mozuelo, un atrevido… Un gandul… Un hueón!… ¡Digo!: un impertinente jovencillo osa cortejarla y, trístemente, sí, debo confesaros que, tal parece, pero ella no es esquiva del todo a los requiebros y querellas amorosas del muy bellaco. ¡Oh mis amigos y hermanos! ¡Ah, cúanto desearía yo poder resarcirme de todo el daño que ese infeliz me hace al pretender así a mi señora…! ¡Oh, cómo quisiera poder ahora liberarme de estas amarras e ir de propio en su búsqueda!… Pero como veis, desde acá no es mucho lo que puedo hacer sino imprecar y maldecir desde la distancia a ese perdulario y ladrón pseudo poeta enamorado… ¿Quién de vosotros será, me pregunto, aquel valiente hidalgo que cobrará justo pago por mi honor perdido? ¿Habrá alguno de entre vosotros capaz de ir y en mi nombre dejar impresa la huella furiosa de sus colmillos vengativos en la pierna y los muslos de aquel miserable ‘intruso’?»
La batahola no se dejó esperar: Aullidos, ladridos en todos los tonos; nerviosas y ridículas persecuciones de cola, gruñidos, amenazas graves salieron al unísono del hocico candente y lambiscón de su harém. Uno de ellos, mestizo regordete y pequeño de los más entusiastas al cual todos los demás perros llamaban «Moralillo» sacó la voz:
-Danos tú, oh Pola, hueso anhelado, pellet amoroso… Danos, pues, las características físicas de aquel pérfido ofensor tuyo, a quien no he de dejar pestaña sin morder
-Ah Moralillo, amigo mío… No dista mucho aquel del promedio: Ojos grandes, tez blanca; entrado en carnes, hombros en triángulo, manos de pianista y cara hueón… Bah, digo: cara de muchacho despistado
No habiendo terminado Moralillo de oír la descripción en el hocico de su querida cuando emprende fugaz carrera por en medio de la calle, ladrando a voz en cuello «Te vengaré, dulce señora mía… Te vengaré», acompasado por el monómetro de sus patas cortas, buscando acá, atisbando acullá, olisqueando, en fin, cualquier señal que diera con el ‘intruso’. Los demás perros, claro, le secundaron, cada cual más vivo y desenvuelto: todos ladrando, calle arriba, calle abajo. La búsqueda ya tomaba otros ribetes. Todos los perros machos del barrio en pos del intruso. Todos soñando ofrendarle a su doncella un pedazo de muslo, un trocito de pantalón, una zapatilla del pobre alma de cántaro, del famoso intruso aquel que ni sabía lo que se tramaba en su contra.
Asomando la cabeza por entre los barrotes de la reja, Pola, con sus ojillos prendidos en fuego como dos antorchas endiabladas y riendo, con insólito y gutural tono de voz, cavernoso, grave, exclamaba al ver el ir y venir ininterrumpido de sus perros vengadores por la avenida, y ya perdiendo toda formalidad:
-¡Hahaha… Bien hecho, hijos míos. Buscadle… Hahahaha, denle caza… Hahahehe… Hasta aquí llegaste, ‘intruso’ de mierda… De ésta no te escapas… ¡Conchetumadre! Hahaha
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