Es curioso lo que el insomnio pudo enseñarle. En aquellas interminables horas nocturas, ella no se creía que pudieran pasar tantas y tantas cosas. Le resultaba inquietante cómo, al meterse en la cama, podía llegar a contar las décimas de segundo de cada instante y ser capaz de recordar cada momento sin un ápice de sueño.
No era capaz de dormir. “Ojalá fuera por excitación”, se repetía. Había experimentado aquello de no poder dormir porque le hubiera pasado algo tan feliz que le impidiera conciliar el sueño. Pero no ser capaz de pegar ojo por otros motivos, comenzó a darle una tremenda ansiedad al principio para, posteriormente, habituarse a la cafeína como modo de vida.
Ella. Ella era preciosa. Con una nariz chata, unos ojos tremendamente redondos, un brillo en su tez clara, casi transparente. Ella era inteligente. Sabía y le gustaba saber. Siempre inquieta. Siempre viva. Siempre buscando nuevos horizontes donde crecer y sentirse segura o donde sentir que podía adivinar una nueva aventura. Ella. Ella era una contradicción andante. Era segura e insegura. Ella pisaba fuerte con sus tacones y, a la vez, podía sonreírte sin creer que estaba por encima de las estrellas. Ella era como aquellos ángeles que salen en las estampitas, que te pueden hacer sentir pequeño con una gran sonrisa. Ella era así. Era fuerte. Tremendamente fuerte. No por sus minúsculos brazos. No por su poco peso. Era fuerte porque había aprendido a serlo a base de desencuentros con la vida. Como casi todos. Pero ella había conseguido cambiar muchas cosas. Le gustaba el control. Era una loca de los cabos sin atar o de las cosas que se escapaban sin que ella pudiera hacer nada. A veces pienso que dormía con una agenda bajo la almohada para, en mitad de la noche, poder anotar hasta sus pensamientos de manera que nada se pudiera marchar sin que ella lo supiera antes. No tenía miedo. Sentía que la vida era un día nuevo tras otro día nuevo y, aunque de inicio, era desconfiada, una vez abría la puerta, los vendavales, huracanes o el viento frío o cálido, le suponían una motivación para seguir abriendo puertas. A veces incluso era kamikaze. Era capaz de saber que algo podía no ser, pero si ella lo quería, lo intentaba una y otra vez. Siempre. Siempre. Ella era tenaz. Era una fuente inagotable de perseverancia. Con miedo y sin él. Con ganas y sin ganas. Siempre intentaba poder ser capaz aunque supiera que quizá no saldría bien, pero no le gustaban las frases que arrancaban con condicionales. “Y si…” no era su lema. Quería saberlo, sentirlo, vivirlo… aunque luego doliera tanto que la dejara en un estado de alerta continuo, en un bucle de tristeza, en un camino de una dirección que sólo tenía como destino el olvido. Era mala cerrando puertas. Malísima diría yo. Siempre le gustaba dejarlas un poco entreabiertas. Creía que, en ocasiones, las segundas oportunidades, como las segundas partes, podían ser. Sin más. Ni buenas ni malas. Sencillamente podían ocurrir.
Le gustaba creer que pese a todo, pese a todos, algo sacaría de cada situación enfrentada. Era una guerrera a la que le gustaba el melodrama, las canciones y películas románticas que le devolvían a una realidad disney completamente aterradora. Su único miedo era enfrentarse a las realidades, a los diálogos, a los posibles “noes” e incluso a los posibles “síes”. Siempre prefería ponerse en lo peor para alertar a su sistema nervioso y que pudiera ser consciente de que no tenía por qué salir todo como ella esperaba. Era risueña. Era consciente de que las personas no cambiaban pero podían evolucionar. Ella lo había hecho. Con mucho trabajo y mucho esfuerzo, pero había conseguido desterrar tantas y tantas cosas de su vida; tantos y tantos pensamientos, que era capaz de pensar que todos podían hacerlo. No se daba cuenta de que muchos preferían vivir así. No comprendía el inmovilismo aunque ahora ella se sintiera completamente paralizada en aquella cama sin poder, ni tan siquiera, organizar sus pensamientos.
Le venían tantas y tantas cosas a la cabeza que, en mitad de la noche, con un silencio absolutamente aterrador, la vida se le hacía grande a momentos; le venía pequeña en otros. No se sentía capaz de organizar las cosas. Ella, amante del orden, se sentía perdida ante tanto desorden, ante tanto caos que se había generado a su alrededor y del que sentía que ella no era, ni tan siquiera, partícipe.
¿Cómo ser partícipe de un caos que no has organizado, de un caos que no has elegido, de un caos que no deseas y al que no quieres ni asomarte?
Un bucle. Otro bucle. Un pensamiento. Otro. Y así, noche tras noche metida en un “por qué” para el que, encima, sabía que no tenía respuesta. Vaya. Una mujer adicta al control que no tiene una respuesta es como una ruleta rusa. Algo no encaja y necesitaba que encajara.
Le dolía no comprender. Le asustaba, sí, a la sin miedo, le asustaba no saber a lo que se enfrentaba ahora, a lo que la vida le pudiera tener esperando a la vuelta de la esquina. En un mes su vida había dado un giro tremebundo y ella, sin haberlo visto venir, no era capaz ni de conciliar el sueño. Cuando no eliges que pasen cosas, cuando no eres tú quien decide cómo, cuándo, qué, con quién y por qué, el miedo es aterrador. No para todos. Claro está. Pero ella y su poca aceptación de la incertidumbre, la mantenían en vela.
¿Y ahora, qué? Era la pregunta. La repregunta. ¿Cómo afrontas una situación que no quieres ni tan siquiera que te esté ocurriendo? ¿Cómo le dices a la vida: déjame en paz? ¿Cómo te levantas por las mañanas y coges fuerzas si lo que pasa a tu alrededor no lo has elegido tú, no es lo que quieres, no es lo que deseas, no es lo que tú deseabas que pasara?
Pero pasó. Y ella se quedó en vela. Se paralizó. No supo cómo reaccionar al revés. Y eso le hacía sentirse pequeñita. Muy pequeñita. Sí, aquella mujer preciosa, con ganas, ambición, inquietudes, cerebro efervescente y deseos de siempre mejorar… se sentía pequeña. Se sentía hasta indefensa ante aquella realidad. No podía asumirla porque asumirla suponía aceptarla y no le gustaba lo que veía a su alrededor. No podía escupirla. Era su propia vida. ¿Cómo escupes a tu vida sin sentirte absurda? Sabía que, lo mismo que la vida le había podido “quitar” siempre equilibraba para “dar”. Le había dado tiempo a “la vida”, “el karma”, “las energías” o “la justicia poética” para asentarse y que pudieran darle un giro a su situación. Pero en la noche, a solas, con sus propios pensamientos, sabía que ninguno de los cuatro iba a darle la respuesta. Tampoco era una cuestión de tiempo. El tiempo pasaba, sí, pero tienes que ayudar al tiempo a que te ayude a ordenar.
Ella sabía que le faltaba actitud. Lo sabía. Actitud para ayudar a la vida a que le ayudara a empezar, a reempezar, a volver a empezar las veces que hiciera falta. Pero, en el desquicie de la noche, lo único que quería era poder dormir.
Era consciente de que este bucle no podía ser eterno aunque le doliera por dentro tanto que hubiera somatizado su psiquis con su propio cuerpo. Le dolía. Cómo le dolía aquello por dentro. Le dolía tanto que a veces incluso le costaba respirar. Qué jodido es ver que tu cabeza va a una velocidad y tu cuerpo a otra. Que tu cuerpo te pide parar y tu cabeza no está entrenada para ello. Que tus pensamientos se sostienen en bucle y terminan haciendo un daño tremendo a tu organismo. Le dolía el corazón. No sólo porque ahora lo tuviera roto, en pedacitos chiquitos, intentando reconstruir y buscando, como las tuercas de los pendientes, los trocitos bajo el sofá. Le dolía de verdad. Por dentro. Anatómicamente. Le dolía. Le presionaba tan fuerte que sentía en ocasiones que su respiración se paraba. Se entrecortaba. Y no porque no respirara. Sí, lo hacía. Pero no lo hacía con la tranquilidad de quien se siente tranquilo. No lo hacía con la naturalidad de quien vive y camina. Respiraba con la dificultad de saberse dolida, saberse triste, saberse enloquecida.
Había enloquecido. O eso pensaba ella noche tras noche cuando veía pasar los minutos en el reloj. Estaba enloqueciendo. Y solo encontraba la calma cuando pensaba en el tiempo. En aquella frase de “el tiempo todo lo cura”, “el tiempo pone cada cosa en su sitio”, “el tiempo”. ¿Pero cuánto tiempo? ¿Cómo podía ayudar ella al tiempo a que sanara antes, a que ordenara antes, a que ella pudiera volver a disfrutar del tiempo de dormir, de sonreír, de tener ganas, de sentirse fuerte, capaz y preparada?
Sabía que ese bucle no era sano. No podía serlo. Imposible. Tenía que pararlo. Tenía que dormir. Tenía que descansar. Tenía que sentirse de nuevo ELLA. Ella la preciosa, ella la fuerte, ella la valedora, ella la luchadora, ella la que decía “lo quiero” y decía “lo consigo”, ella la que sonreía aunque doliera, ella la que, pese a derramar mil y una lágrimas, era capaz de levantarse y recomponerse. Ella necesitaba volver a sentirse ella antes de todo. Antes de todo esto que ella no había generado, que ella no había buscado y que ella no quería.
Ella. Ese era el resumen de todo. Todas las respuestas las tenía ella. Ahora tenía que pensar en hacerse bien las preguntas. En preguntarse más por el cómo y menos por el por qué. En preguntarse más por ella y menos por lo de alrededor. En preguntarse por el tiempo, por la vida, por el siguiente paso, por el siguiente objetivo. Ahora todas las preguntas debían girar entorno a ella. A nadie más. Volver fuerte. Volver renovada. Volver con tantas ganas que cayera redonda en la cama sin necesidad de hacerse más preguntas.
Ahora era el momento de preguntarse bien. Ella. Siempre fuerte. Siempre capaz. Siempre preciosamente efervescente. Ella lo conseguiría. Ella lo sabía. Yo lo sabía desde la distancia. Aunque doliera. Aunque la viera caerse. Sus heridas eran suyas. Y sabía que nadie las merecía, por eso se escondía de todos. Su sangre era suya.
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