En ocasiones, la vida te sume en una oscuridad absoluta. Una oscuridad de la que uno no puede salir solo. Solo ves sombras en la calle, en la clase, en la casa. Pero esa oscuridad es una luz aparente para los demás, no la ven. O, al menos, uno la disimula. Es por ello que cuesta salir de ahí. La oscuridad tiene forma redonda, eterna, y parece atraparte en el centro.
Esa oscuridad tiene muchas formas. Un sufrimiento cuando la mente toca la almohada, cuando ves que lo que deseas no llega ni tiene pensado llegar. Dolor cuando piensas en ser feliz y no puedes, mientras que vas por la calle y los demás al menos lo parecen. La más profunda de las tristezas cuando aún nadie ha tocado tu corazón ni se ha preocupado por él.
Pero, a veces, la vida te ofrece algún regalo. Te regala algún claro de luz. Una luz en medio de la oscuridad. Una luz que, al menos, alumbra la sala en la que te encuentras. Aunque no se dirija exclusivamente a ti. Da igual. Lo importante es que ha aparecido en tu sala.
Esa luz hace replantear tu modo de ver las cosas: ya sabes que estás en una habitación, que no todo es oscuridad y que hay una puerta por la que entra la luz. Y tú te puedes dirigir hacia ella. Esa luz a veces tiene forma femenina. Y no sabes muy bien si está ahí por ti, pero te alumbra el camino. Esa luz es única, porque disipa tu oscuridad.
Dedicado a E. P. C., de parte de D. R.
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