Ella. Ellos. Ella huía. Ellos se divertían. Ella caminaba imparable sobre la acera húmeda y resbaladiza. Tan frágil. A paso vacilante. Ellos se deleitaban al ritmo del chasquido de las copas, del brindis de rigor. Por el trabajo, por la vida fácil que les tocó vivir, por el dinero, por la noche . Insuperables. Satisfechos.
Ella, cogiendo el bolso como queriendo juntar su pulgar con los demás dedos a toda costa. Los labios tan juntos que no cabía ni un suspiro. La respiración acelerada. Desentonada. Torpe. No perdía el paso.
Ellos. Tan sólo ellos tenían la culpa de esa lluvia que más que mojar, dolía. Cuál cliché venido a menos. Ella, tan sólo ella podía ser capaz de soportar la caminata tan dura, tan larga, llena de túneles de recuerdos e imágenes que sucedían y no cedían en su mente. Inmortales. Incipientes.
Ellos saltando por encima de ella. Pisoteando una y otra vez su techo. Tanto que podía oírlos. Ella queriendo hundirse en cuerpo y alma, debajo del suelo ahogado, tan ahogado como sus sueños, como su orgullo, como su fe inquebrantable.
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