El Universo de Vega
Daniel Enrich Guillén
® 2015 Daniel Enrich Guillén
A mi hija, por ofrecerme un gran descubrimiento, de valor incalculable.
A mi mujer, por mi hija.
Preámbulo
Dormía plácidamente sobre los cojines color topo. Un delgado silbido rompía el profundo silencio de la habitación. Él se detuvo lánguido y entregado a contemplarla. Lo hacía como si no tuviese otra cosa más importante que hacer en su vida. En verdad, así era: nada más que ella. La felicidad le sobrepasaba, no hay palabra certera que exprese cómo se sentía. Su niña pequeña había construido un universo lleno de generosas y espontáneas sonrisas, gráciles gestos, besos imprevisibles y gratos descubrimientos. Un universo lleno de amor, un amor con medida infinita. Ella se había convertido en la protagonista indiscutible del cuento de su vida. Los minutos pasaban y el descorche de sentimientos no cesaba. Un rato después, cuando una espada de sol se coló por la ventana y creó una franja de luz en el perfil de aquel rostro angelical, la niña abrió sus ojitos inocentes emitiendo una mirada diáfana. Como si de un descubrimiento importante se tratara, redondeando el arco de sus cejas, esbozó una cálida sonrisa, cuando vio a su padre enfrente, mirándola como si ella fuese el centro de su universo…así era.
La emoción le hizo mover nerviosa sus piernas rollizas al aire como si pedalease en una bicicleta imaginaria. Acentúo su sonrisa hasta el infinito y reclamó los brazos de su padre que ya se acercaban atendiendo la llamada. Cuando él la tuvo entre sus brazos, carraspeó suavemente y empezó a narrar su cuento preferido…
Ella siempre se lo agradecía y nada más escuchar las primeras palabras, se le iluminaban y redondeaban los ojos.
I
La princesa Vega salió de su palacio de sonrisas y se dirigió al jardín. Ella conocía a la perfección el lenguaje de todos los animales y de todas las flores que conformaban su reino y, cada mañana, a todos saludaba con entusiasmo y derrochando simpatía. No eran sus súbditos, eran sus amigos. En aquel reino todos vivían felices y en armonía.
Un buen día, apenas los primeros rayos de sol despuntaban por encima de la montaña y bañaban de brillante luz parte del frondoso valle, apareció un osezno asustadizo cojeando, con una patita arrastrando. Parecía como si llevase un temido cepo de los que utilizan los cazadores furtivos en sus tropelías. A su paso, la princesa Vega le suplicó que se detuviese.
– Por favor- añadió esbozando una generosa sonrisa y sin comprender qué le ocurría.
Pero el cachorro, aterrado de miedo, emitiendo un gruñido que espació su eco por el valle, continuó su camino despavorido.
La princesa, que jamás había visto el miedo, ni en su reino ni en ningún otro lugar, se extrañó del comportamiento de aquel pequeño oso.
Enseguida acudió al lugar el sabio búho que había divisado la escena desde la rama de su árbol.
– Querida princesa- dijo con su habitual voz profunda llena de majestuosidad-, ese pequeño oso está huyendo de algo peligroso…
– ¿Peligroso?- interrumpió la princesa entre curiosa y sorprendida.
– Sí, sí…
El Búho guardó unos segundos de silencio, tiempo en el que se echó la patita a la barbilla, por debajo de su curvo pico, adoptando un gesto de lo más reflexivo. Luego prosiguió:
– Es cuando una situación puede hacer que te ocurra algo malo, muy malo…
Y el Búho continúo explicándole largamente qué significaban el peligro y el miedo, poniéndole ejemplos para ilustrar a la princesa, que escuchaba con mucha atención, sin apenas pestañear.
Sin embargo, la princesa Vega no pudo evitar ponerse triste, muy triste, por lo que le estaba explicando el viejo Búho. La verdad es que este tuvo que esforzase en su explicación porque, viviendo ya desde hacía muchos años en aquel reino de sonrisas, apenas recordaba la sensación que produce el miedo y así, tuvo que remontarse a muchos, muchísimos años atrás, cuando vivía en otros lugares, algunos no muy lejanos de allí.
Cuando el Búho finalizó, la princesa quiso reunir de inmediato a sus mejores amigos. En pocos minutos acudieron al lugar, el perrito Pafi, la rana Bernardita, el elefante Ramón y el pequeño conejo Matías. Un poquito más tarde, impuntual como siempre, apareció Tributo, el burro dormilón…
Cuando todos los amigos estuvieron junto a la princesa, formando un círculo a su alrededor, ella les explicó el suceso del oso aterrado y les trasladó su firmé propósito de ayudarle.
– Primero tenemos que encontrarlo- dijo Pafi, levantando su patita y empezando a olfatear. Estaba poniendo a disposición de la princesa sus extraordinarias dotes rastreadoras.
Todos emitieron en sus respectivos lenguajes su aprobación y se dispusieron a seguir al perrito Pafi. Todos menos Tributo, que se había vuelto a quedar dormido.
– ¡Tributo!- gritó la princesa desde cierta distancia.
El burro se sobresaltó, sacudió su nariz y sus bigotes, mientras emitía un largo bostezo y, enseguida, a paso renqueante, se puso en marcha tras el grupo.
Se adentraron en el frondoso bosque que flanqueaba los límites del reino de sonrisas. Los árboles, principalmente grandes pinos y milenarias encinas, movían sus ramas que emitían silbidos aprovechando el paso del viento para saludar el paso de la princesa y su comitiva. Ella, a pesar del cansancio puesto que llevaban bastante rato corriendo, les correspondía saludando con su mano. No estaba feliz como siempre porque le preocupaba aquel pobre osezno cuya imagen no podía quitarse de la cabeza, pero aun así intentaba corresponder.
Pafi continuaba aguzando el afilado hocico, intentando captar el rastro a pesar de los cientos de olores que la naturaleza en estado puro desprendía. ¡Y lo conseguía! ¡Era realmente bueno! ¡El mejor rastreador del reino!
Tributo, el burro dormilón, cerraba el grupo de los amigos ahora convertidos en exploradores y aunque de vez en cuando cabeceaba, la emoción lo mantenía en vilo…
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